domingo, 3 de junio de 2007

UNA PATRULLA QUE QUIERO OLVIDAR

Un cruel frío castigaba aquella mañana, sin embargo, había mucha luz que, envolvía un torbellino humano que despertaba. Cada cual a su mundo. Repartidores, comerciantes, oficinistas, banqueros… y el azúcar hogareño de amas de casa que hacen la compra en La Plaza de Abastos. En aquel instante el rumor del tránsito enmudeció, tímido ante el clamor de las sirenas de entrada de los colegios. Los niñitos caminan a la escuela, algunos uniformados.
Teníamos los pies helados y después de limpiar la “Carga y Descarga”, decidimos desayunar en el Bar de “Pepe”, al menos nos calentaríamos. Me llamó la atención ver a dos zagales jugando junto a la puerta del local. Pasamos dentro, pedimos café y tostadas. Recuerdo que calenté mis manos con el néctar negro y como me sentí reconfortado. Mi compañero, Juan, no dejó de criticar a nuestro cabo de servicio, “es un desgraciado, la tiene tomada con nosotros. Siempre nos manda a esta mierda y él, en coche, calentito con sus amiguetes”, tenía mucha razón. Apuraba los últimos sorbos del café, cuando volví a ver a los dos escolares caminando lindamente, riendo, sonseando. No dije nada porque Juan también les miraba pensativo.

Asomaba el medio-día, en la calle principal. Controlábamos la doble fila.

- ¡Oye! ¿tienes localizados aquellos coches?
- Sí, están multados, pero ese acaba de llegar, está en el cajero automático. ¿y aquellos de tu zona?
- Tranqui dieciséis. Me han pedido el favor, son repartidores y se “portan” bien con nosotros, es mejor pasar un poco.
- Pero… ¿entonces? –protesté, porque me sentí utilizado, como funcionario cuadrado.
- Vamos a movernos, no vaya a ser que protesten los que has multado.

Crucé algo molesto la calle, entramos en La Plaza Cervantes, allí nos topamos con los zagales que se entretenían con una vieja pelota, raída y sucia.

- ¡niños! ¿Por qué no estáis en el colegio?
- nos expulsaron ayer. –contestaron a la vez.
- ¿En qué colegio estáis? ¿Cuántos años tenéis?
- En el Palmar. Yo tengo nueve. Él ocho. –dijo el más flaquito, sus costillas eran una jaulita de pajarillos. Sus ojos, negros, de cuentista.

Aquella escuela distaba más de veinte minutos de camino. Sus corazones, algo avergonzados, nos contarnos el resto de sus historias. Y ante el molesto silencio de mi compañero, opté por tratar de intimidarles, para que volviesen a sus clases o, al menos, a sus casas. Anoté sus nombres sin ninguna intención, en una cuartilla usada, y les “amenacé”. Avisaría a sus padres. Recuerdo, que el más pequeño, con los ojos ajados y, algo húmedos, dijo:

- Éste no tiene padres y el mío está la cárcel, le quedan nueve años.
- ¡pues se lo diré a tú mama! Y a ti, ¡a quién te esté cuidando! –respondí desubicado, no había insolencia, ni descaro, ni desconsideración en su respuesta, quizás, sinceridad infantil. Me fijé que ambos alzaban sus caritas para mirarme, juraría que con afecto. Tal vez viesen en mi uniforme la figura que añoraban, el padre, una protección, pero esto, no puedo asegurarlo.
- guardia, mi mamá es una… drogadicta, ahora está durmiendo, siempre se levanta de noche… y no vuelve.
- ¿habéis desayunado? –dije afligido, sin saber porqué, debió de ser un acto reflejo, siempre preguntó a mis hijos lo mismo, cuando regreso a casa después de patrullar la madrugada.
- Yo he tomado “colacao” con mi abuela y le he traído un “Phoskito” a él. ¡nunca come nada! –dijo el mayor, orgulloso de cuidar a su amigo.

Mi compañero, apoyado por su antigüedad, cortó bruscamente la conversación en ese punto, con una frase que aún hoy, después de tanto tiempo, continúa atormentándome.

- ¡tú, siempre igual! ¿Quieres llevártelos a tu casa? ¡venga! ¡vámonos de una puta vez! ¡NO MERECEN LA PENA! No hay más que… mirarlos.


Martes, 22 de mayo de 2007. 4.58 de la madrugada


Autor: Juan Manuel , alumno de Campus Crea Jerez

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